Este cuento de Jorge Bucay nos permite reflexionar sobre cómo, muchas veces, vemos la realidad desde posiciones diferentes, y pensamos que nuestra posición es la única desde la cual se divisa la verdad.
Había una vez
una pata que había puesto cuatro huevos. Mientras los empollaba, un zorro atacó
el nido y la mató. Pero, por alguna razón, no llegó a comerse los huevos antes
de huir, y éstos quedaron abandonados en el nido.
Una gallina
clueca pasó por allí y encontró el nido descuidado. Su instinto hizo que se sentara
sobre los huevos para empollarlos.
Poco después
nacieron los patitos y, como era lógico, tomaron a la gallina por su madre y
caminaban en fila detrás de ella.
La gallina,
contenta con su nueva prole, los llevó a la granja. Todas las mañanas, después
del canto del gallo, mamá gallina rascaba el suelo y los patos se esforzaban
por imitarla. Cuando los patitos no conseguían arrancar de la tierra ni un
mísero gusano, la mamá proveía de alimento a todos los polluelos, partía cada
lombriz en pedazos y alimentaba a sus hijos dándoles de comer en el pico.
Un día como
otros, la gallina salió a pasear con su nidada por los alrededores de la
granja. Sus pollitos, disciplinadamente, la seguían en fila.
Pero de pronto,
al llegar al lago, los patitos se zambulleron de un salto en la laguna, con
toda naturalidad, mientras la gallina cacareaba desesperada pidiéndoles que
salieran del agua.
Los patitos
nadaban alegres, chapoteando, y su mamá saltaba y lloraba temiendo que se
ahogaran.
El gallo
apareció atraído por los gritos de la madre y se percató de la situación.
- No se puede
confiar en los jóvenes -fue su sentencia-. Son unos imprudentes.
Uno de los
patitos, que escuchó al gallo, se acercó a la orilla y les dijo: “no nos
culpéis a nosotros por vuestras propias limitaciones”.
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