En este vídeo, que es un fragmento cuya versión completa se titula "Hay que ser valiente en la vida y en el amor", el autor, Albert Espinosa, reflexiona sobre la actitud que tomamos ante la adversidad y la búsqueda de la felicidad en las pequeñas cosas.
Pincha su foto para saber más sobre Albert Espinosa:
Si quieres la transcripción, aquí la tienes:
"A mí me gustaría contaros algo que me pasó de pequeño:
Como muchos sabéis, tuve cáncer entre los 14 y los 24 años, y perdí una pierna, un pulmón y un trozo de hígado... pero fui feliz.
Y en aquellos años, yo recuerdo que dejé el colegio con 14 años, y tuve la gran suerte de estar educado con mi madre hospitalaria, que era una mujer de 92 años increíble, de Zaragoza, y nos cogió a todos los chavales que teníamos cáncer. A todos nos faltaba una pierna. Nos enseñó un grito de guerra muy bonito: "no somos cojos somos cojonudos", que nos encantó y lo gritábamos siempre.
Y en aquella época en el hospital no teníamos moto, pero teníamos silla de ruedas; no podíamos ir a discotecas, pero teníamos ocho plantas; y fue una época increíble de educarse con chicos con cáncer y con esa madre hospitalaria que podíamos ir a ver cada noche. Yo tenía a mis padres que venían por la mañana y por la tarde, pero las noches en los hospitales, cuando tienes 14 años y nunca has salido de casa, era extraño. Mi primer hogar fuera de casa fue aquel hospital con aquellos siete chavales con cáncer.
Y aquella mujer se convirtió para mí en mi maestra. Fue una mujer de la que nunca olvidaré la fuerza: ella siempre decía que nos educaba en ser valientes en la vida, en el amor, en el sexo... Y aquella mujer nos contaba historias maravillosas.
Ella decía que, sobre todo, había que aprender a decir "no". En aquella época, yo no pensaba que pudiera decir no a nada; pero, poco a poco, con los años, entendí a lo que se refería. Aquella mujer siempre decía: "Cuando crees que conoces todas las respuestas, llega el universo y te cambia todas las preguntas". Y ella decía que el universo nos quería mucho, porque, en aquella época, nos estaba haciendo cambiar nuestras respuestas para encontrar nuevas preguntas.
Yo me eduqué junto a ella, y ella me enseñó a perder para ganar. Ella me dijo que cualquier pérdida es una ganancia, con lo cual me dijo: "Tú no has perdido una pierna, sino que has ganado un muñón. Tú no has perdido un pulmón, sino que has aprendido a saber que con la mitad de lo que tienes puedes vivir." Y, como el hígado me lo quitaron con forma de estrella, ella me enseñó que ahora llevaba un "sheriff" dentro de mí.
Y, sobre todo, me enseñó que siempre llevase felicidad. Y era una mujer que decía: "No existe la felicidad, pero existe ser feliz cada día". Y tenía esa fuerza, esa energía, de hacerme creer que todo era posible.
Yo recuerdo que, cuando iba con pantalones cortos por la calle, la gente hacía ver que no veía mi pierna, pero, dos segundos después de cruzarme, todo el mundo se giraba a mirar la pierna. Pero yo siempre me giro y los pillo a todos. Y siempre les pregunto por qué tienen miedo a preguntar.
Yo, cuando entré en el hospital, mi madre real me dijo: "No hables con desconocidos", y yo le dije: "Entonces creo que no hablaré con nadie, mama". Y confié en los desconocidos, y los desconocidos se convirtieron en mis grandes aliados.
Yo aprendí... mis primeras lecciones en un hospital, rodeado de siete chavales de los cuales perdí a cinco. Y teníamos un pacto de vida en el hospital, que era otra idea de mi madre hospitalaria: ella siempre decía que podíamos, de alguna manera, dividirnos las vidas de los que perdíamos para que se multiplicaran dentro de nosotros. En aquellos años me tocó vivir 3,7 vidas, que es lo que me tocó en el pacto. Y, de alguna manera, hoy, delante de vosotros, tenéis a 4,7 personas, contándome a mí. Y yo siempre llevo los anhelos, los deseos, de esas 3,7 personas de los que me dividí sus vidas. Les prometí que siempre intentaría cumplir sus deseos, que siempre mantendría al niño de 14 años que era cuando perdí la pierna, cuando empecé con esa batalla de diez años contra el cáncer.
Y nunca olvidé a mi madre hospitaria. Creo que, para mí, ella tenía una fuerza, una dulzura y un amor..., y se convirtió en mi gran maestra. A los grandes maestros te los encuentras en cualquier sitio, y, a veces, en una habitación. En aquel caso era la 307 de un hospital de Barcelona, donde vivía la mujer que más me cuidó, la mujer que más pensó en aquellos chavales, y la que hizo que nos sintiésemos orgullosos de toda pérdida y que entendiésemos que, si haces el duelo suficiente, toda pérdida se convierte en una ganancia.
Gracias por escucharme."
Como muchos sabéis, tuve cáncer entre los 14 y los 24 años, y perdí una pierna, un pulmón y un trozo de hígado... pero fui feliz.
Y en aquellos años, yo recuerdo que dejé el colegio con 14 años, y tuve la gran suerte de estar educado con mi madre hospitalaria, que era una mujer de 92 años increíble, de Zaragoza, y nos cogió a todos los chavales que teníamos cáncer. A todos nos faltaba una pierna. Nos enseñó un grito de guerra muy bonito: "no somos cojos somos cojonudos", que nos encantó y lo gritábamos siempre.
Y en aquella época en el hospital no teníamos moto, pero teníamos silla de ruedas; no podíamos ir a discotecas, pero teníamos ocho plantas; y fue una época increíble de educarse con chicos con cáncer y con esa madre hospitalaria que podíamos ir a ver cada noche. Yo tenía a mis padres que venían por la mañana y por la tarde, pero las noches en los hospitales, cuando tienes 14 años y nunca has salido de casa, era extraño. Mi primer hogar fuera de casa fue aquel hospital con aquellos siete chavales con cáncer.
Y aquella mujer se convirtió para mí en mi maestra. Fue una mujer de la que nunca olvidaré la fuerza: ella siempre decía que nos educaba en ser valientes en la vida, en el amor, en el sexo... Y aquella mujer nos contaba historias maravillosas.
Ella decía que, sobre todo, había que aprender a decir "no". En aquella época, yo no pensaba que pudiera decir no a nada; pero, poco a poco, con los años, entendí a lo que se refería. Aquella mujer siempre decía: "Cuando crees que conoces todas las respuestas, llega el universo y te cambia todas las preguntas". Y ella decía que el universo nos quería mucho, porque, en aquella época, nos estaba haciendo cambiar nuestras respuestas para encontrar nuevas preguntas.
Yo me eduqué junto a ella, y ella me enseñó a perder para ganar. Ella me dijo que cualquier pérdida es una ganancia, con lo cual me dijo: "Tú no has perdido una pierna, sino que has ganado un muñón. Tú no has perdido un pulmón, sino que has aprendido a saber que con la mitad de lo que tienes puedes vivir." Y, como el hígado me lo quitaron con forma de estrella, ella me enseñó que ahora llevaba un "sheriff" dentro de mí.
Y, sobre todo, me enseñó que siempre llevase felicidad. Y era una mujer que decía: "No existe la felicidad, pero existe ser feliz cada día". Y tenía esa fuerza, esa energía, de hacerme creer que todo era posible.
Yo recuerdo que, cuando iba con pantalones cortos por la calle, la gente hacía ver que no veía mi pierna, pero, dos segundos después de cruzarme, todo el mundo se giraba a mirar la pierna. Pero yo siempre me giro y los pillo a todos. Y siempre les pregunto por qué tienen miedo a preguntar.
Yo, cuando entré en el hospital, mi madre real me dijo: "No hables con desconocidos", y yo le dije: "Entonces creo que no hablaré con nadie, mama". Y confié en los desconocidos, y los desconocidos se convirtieron en mis grandes aliados.
Yo aprendí... mis primeras lecciones en un hospital, rodeado de siete chavales de los cuales perdí a cinco. Y teníamos un pacto de vida en el hospital, que era otra idea de mi madre hospitalaria: ella siempre decía que podíamos, de alguna manera, dividirnos las vidas de los que perdíamos para que se multiplicaran dentro de nosotros. En aquellos años me tocó vivir 3,7 vidas, que es lo que me tocó en el pacto. Y, de alguna manera, hoy, delante de vosotros, tenéis a 4,7 personas, contándome a mí. Y yo siempre llevo los anhelos, los deseos, de esas 3,7 personas de los que me dividí sus vidas. Les prometí que siempre intentaría cumplir sus deseos, que siempre mantendría al niño de 14 años que era cuando perdí la pierna, cuando empecé con esa batalla de diez años contra el cáncer.
Y nunca olvidé a mi madre hospitaria. Creo que, para mí, ella tenía una fuerza, una dulzura y un amor..., y se convirtió en mi gran maestra. A los grandes maestros te los encuentras en cualquier sitio, y, a veces, en una habitación. En aquel caso era la 307 de un hospital de Barcelona, donde vivía la mujer que más me cuidó, la mujer que más pensó en aquellos chavales, y la que hizo que nos sintiésemos orgullosos de toda pérdida y que entendiésemos que, si haces el duelo suficiente, toda pérdida se convierte en una ganancia.
Gracias por escucharme."
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